lunes, 24 de mayo de 2010

¡Yo fui su prójimo!

POR: ELSA PEÑA

Treinta y ocho años atrás en Santiago de Chile, hacia yo hora dentro de un cine de esos que dan una película tras otra; era una de las formas que tenia de matar el tiempo sin pasar frío, mientras llegaba el momento de buscar a mi hijita en la guardería infantil, donde la depositaba a las seis de la mañana y debía recogerla, a las seis de la tarde.

Otras veces me sentaba en una iglesia y la tanda entonces era de una misa tras otra; deambulaba en un centro comercial o entraba al Correo Central. Allí leía los diarios y anotaba los clasificados que ofrecían alquiler de habitaciones, y usaba el teléfono público.

Contrario a nuestros países cálidos, donde una entra a estos lugares en busca del aire acondicionado para mitigar el fuerte calor de la calle; allí yo buscaba la calefacción para huir del frío, en un clima que me era totalmente extraño.

Hacía casi un mes que había llegado a Chile procedente de México, país al que fui deportada; pero se me estaba haciendo muy difícil encontrar un alojamiento, en vista de que en ninguna parte me querían con la niña.

.-- “! Con guagua no!”,-- me decían, en alusión a mi hija, pues así es como llaman en Chile a los bebes.

Ya no soportaba pasar un día más junto a los “amigos”; una pareja de jóvenes esposos de nacionalidad mejicana, exiliados también, que me recibieron al llegar de México, y quienes se encargaron de hacerme la vida imposible, no fuera a ser cosa que le cogiera gusto a su casa y me les quedara allí de por vida.

Eso creo que pensaban pues no entendía cómo se iban durante todo el día, dejándome con la calefacción apagada y el calentador y la estufa desconectados; así como con el teléfono guardado.

Hoy, sentada en una sala en la funeraria, me llegaron estos pensamientos a la mente y recordé, cómo aquella tarde, mientras veía una película, tembló fuertemente la tierra y salí despavorida del cine hacia la calle, junto a muchas otras personas, y casi me tropiezo con una de ellas: la compatriota y socióloga Isis Duarte.

Después de un abrazo que nos hizo bailar en círculos, y de las risas que acompañan al susto, mi ex compañera de Facultad y yo, nos sentamos en una cafetería y allí nos pusimos al día de todo. Isis hacia unos cursos de post grado y yo le conté de mis últimas vicisitudes.

Prometió ayudarme; anotó mi dirección y se comunicó con un amigo en común. Tres días después estaba yo instalada en el hogar de una familia dominicana donde fui muy bien acogida; donde recibí tanto afecto como necesitaba en los traumáticos momentos que estaba viviendo, junto a mi hija de un año y medio de edad.

Allí visitaban otros amigos dominicanos: estudiantes y exiliados; allí la música y la comida y la decoración eran dominicanas, al igual que los periódicos que nos llegaban con frecuencia.

Pero lo más dominicano era el afecto, la calidez, la consideración y la solidaridad.

La más bella vista de la Cordillera de Los Andes, la tenía yo desde el balcón de aquel apartamento, ubicado en un clásico y elegante edificio frente al Río Mapocho, en la Avenida Providencia; en Santiago, la capital chilena.

Contemplar el atardecer sobre la blancura de las montañas, traía paz a mi alma, en aquel cálido hogar tan distante de mi Patria y de los míos, pero donde el patriotismo y la familiaridad estaban tan bien representados.

El padre de esa familia era también un revolucionario; un Comandante de la Guerra de Abril y agregado militar de la embajada dominicana en Chile; cargo que le asignó la OEA al sacarlo del país después de la contienda bélica en la cual tuvo destacada participación.

Hombre generoso y afable, ayudaba a todo el que podía y su casa parecía la embajada de los dominicanos. Al cabo de unas semanas empecé a decirle que debía mudarme; que le estaba muy agradecida por su acogida pero que era hora de que me estableciera definitivamente, ya que debía organizarme y comenzar los preparativos para inscribirme en la Universidad.

Entonces me preguntaba que dónde iba yo a estar mejor que en su casa; que tenía a su esposa de amiga y a su hijo para jugar con mi hija, y agregaba que él se sentía muy halagado de alojar y proteger a la viuda de “su hermano”, el comandante Homero Hernández.

Y era cierto. Su amable esposa tampoco quería que me mudara. Por fin; dos meses después encontré alojamiento donde me aceptaron con mi “guagüita” y me mude en su ausencia; casi a escondidas de este buen samaritano. Aunque les visitaba con frecuencia.

Si para obtener la vida eterna, como dijera Jesús, hay que ser como el Buen Samaritano y “amar a todos, sobre todo al más necesitado” y tener compasión por el prójimo; yo creo y espero que el Comandante Evelio Hernández, que ha partido ya a otro plano, sea compensado por sus buenas obras, que fueron muchas.

Esta que les he contado, es solo una de ellas.

¡Gracias Evelio; nueva vez! ¡Descansa en Paz!


elsapenanadal@hotmail.com

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