Cada día pensamos en cómo les va a ir a nuestros hijos cuando salen de su casa, ya a estudiar, ya a trabajar. Resulta muy novedoso, y con frecuencia riesgoso para nuestros adentros, cuando ya los vemos salir solos, después de tantos años de haber estado saliendo acompañados o de las manos nuestras, donde quiera que fueran.
Es una angustia sofocante la que se apodera de nosotros hasta el momento en que los vemos retornar. Y sobretodo cuando de salir de noche se trata, a discotecas y centros de diversión. Es cuando entonces comprendemos a quienes fueron nuestros padres. La delincuencia que nos arropa galopantemente desde principios del actual siglo, nos provoca gran preocupación, sobretodo porque, si bien en nuestros tiempos juveniles había peligros, estos no tenían la misma proporción que los que tenemos ahora.
Supongo que nuestros hijos también se sienten muy contentos de estar disfrutando ya de cierta libertad para sus salidas, no porque realmente nosotros los padres deseamos “flojarlos”, sino porque las circunstancias nos obligan a ello. Si por afectos es, quisiéramos estarlos guiando todo el tiempo.
Pero no podemos, ni tampoco es conveniente para nuestros hijos, que, de no ser así, resultarían unos simples “mamitas”, sin decisiones propias ni desarrollo personal.
Independientemente de todo el apoyo que estemos dando, o estemos dispuestos a dar a nuestros hijos por siempre, uno mismo se pregunta, en ciertas y determinadas condiciones y circunstancias: ¿Tú crees que yo hubiese llegado a ser Profesor de la Universidad si un día no tomo la decisión de partir de mi casa, con la aparente oposición de mi madre, y coger la carretera de El Caimito hasta llegar al infierno capitalino?
Por supuesto que nuestras condiciones y circunstancias de ayer no son las mismas que las de nuestros hijos de hoy. Por eso, en mi caso particular, me resultó en cierto modo chocante cuando mi primera hija empezó a ser alumna de la UASD y comenzó a salir sola de la casa. Y, para colmo, en carro o guagua pública, asunto nunca antes experimentado por ella, y a lo que se vio obligada a acudir ante mi realidad de no tener siempre tiempo para llevarla y buscarla. Jamás olvidaré cuando me dijo: “¿Y yo voy a “tirarme” a pie desde la Independencia hasta el Colegio Universitario?” (Si acaso menos de un 1 Km. de distancia).
Mi decisión al respecto fue tajante, pues poner siempre el brindis en la bandeja no es la mejor opción para lograr de los hijos bellas esculturas, sacadas de piedras grotescas y de difícil dominación. Cinco años hace ya. Obtuvo su título; está trabajando, y con su mejor esfuerzo y dedicación dejó de ser por el momento un peatón.
Las circunstancias se nos imponen, y como dijo el filósofo español Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”. Y no hay mayor razón que esa para adaptarnos, bien o mal, a nuestros tiempos, sin dejar de ser nosotros, sin dejarnos influenciar malamente, o desterrando esas malas influencias, para poder salir airosos en el desarrollo de nuestras particulares vidas y las de nuestros hijos. Sin embargo, ellos también tienen que lograr cierta adaptación y comprender que sus “viejitos”, que tanto han luchado por ellos, siempre están ansiosos y nerviosos esperando escuchar su voz cuando dicen: “¡Ya llegamos!”.
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