Los olores de Juan López
POR SANTIAGO ESTRELLA VELOZ
Jamás podré olvidar los olores de Juan López, campo de la provincia Espaillat donde tuve la dicha de haber nacido, a orillas de un manso riachuelo detrás de La Casa, como le decían a la gran vivienda de Cirilo Bencosme y mi tía Lolita Veloz. Creo que esos olores los percibí desde niño, cuando tenía que levantarme temprano para echar comida a los cerdos.
Entonces vivía en la casa de los esposos Augusto Jiménez y Ana López de Jiménez, a donde fui a parar antes de que mi tía-madre, Ana Julia Estrella, quedara desamparada por la viudez.
Su marido Manuel Eduardo (Negro) Rodríguez fue mi padre de crianza, hasta los cinco años, cuando murió de repente de un infarto. Mi madre biológica, Angélica Veloz, al igual que mi padre Lidio Estrella Jiménez, decidieron que la hermana de este último era quien mejor podía cuidarme, por las estrecheces en que vivían.
Lidio era zapatero, y cuando yo nací, en 1942, la situación de los pobres bajo la dictadura del Presidente Perpetuo era tan angustiosa, que muchos se vieron en la necesidad de “dar” sus hijos a alguien que pudiera mantenerlos.
Eso, a mi juicio, en modo alguno es criticable, pues los padres de concepto siempre quieren lo mejor para sus hijos. Pero también era una época en la que se mantenía el belicismo de la Segunda Guerra Mundial, que se reflejó con muchas carencias en la República Dominicana.
En la casa de la familia Jiménez=López, en El Salitre, me levantaba “al canto del petíguere”, como solía decirse entonces, aunque en realidad era el canto de algún gallo.
Había que echarle comida a los puercos y también al burro, al que bauticé como “el mime culeco”, pues avanzaba como un sonámbulo cuando iba a buscar agua en calabazas, todos los sábados, a la casa de Polo Jiménez, una de las pocas que tenia aljibe para aquella época.
Sin embargo, “el mime culeco” tenia momentos de rabia, encabritándose, resistiéndose a seguir y lanzando coces al aire en un cruce de caminos entre mi punto de origen y su destino, hasta que un día tuve que “reducirlo a la obediencia” con un palo de guayaba.
Nunca más volvió con tanta frecuencia a sus travesuras, que terminaron cuando finalmente murió y tío Augusto tuvo que pagar la “extraordinaria” suma de ocho pesos al dueño, pues era prestado.
Con apenas diez años de edad, quien escribe tenía que buscar en una petaca decenas de olorosos aguacates maduros que diariamente caían de las matas, que estaban en un cafetal cerca de la casa. Eran verdes y también morados, que daban tajadas amarillas como la mantequilla. Con un cuchillo, los aguacates eran partidos en dos y las semillas de botaban.
Los puercos así alimentados crecían “cebaditos”. Los malos olores de las pocilgas quedaban enormemente compensados con los olores de la tierra mojada, únicos, una sensación de humedad agradabilísima, a lo que se añadía el olor de las flores de amapolas, con su “inmenso follaje verde y sus hermosas flores rojas, que hacen olvidar sus vainas negras”, como diría el poeta Moreno Jiménez.
En aquella época de una infancia feliz, las amapolas abundaban en Juan López y en El Salitre, como también en Villa Trina y lugares aledaños. Mírelas ahí, a orillas de la carretera, a la izquierda, o dando frescor con su follaje a alguna casita campesina.
La brisa que a menudo soplaba desde las lomas de El Mogote traía en suaves oleadas los olores de las flores de amapolas, y también de otras silvestres que abundaban en la zona.
Es imposible olvidar el olor dulzón de los granos de café despulpados en la factoría de Chiche Jiménez, el padre de varias de las muchachas más bellas que jamás mujer alguna ha parido.
No estoy seguro, la memoria no da para tanto, pero creo que la madre se llamaba Fefita.
Chiche Jiménez, de haber estudiado en alguna Universidad, posiblemente habría sido un gran genio de la ingeniería hidráulica, pues instaló un caño que cruzaba la carretera, soportado en horquetas firmemente fijadas al suelo, para llevar el agua desde lo alto del arroyo Los Naranjos hasta su factoría, para despulpar el café.
El caño, bastante largo, consistía en varas de bambú cortadas por la mitad, a las cuales se les habían eliminado los nudos interiores para que el agua corriera libremente. Un verdadero ingenio.
Los olores de Juan López se multiplicaban en cada lugar: en las colmenas inmensas de Augusto Jiménez, en la jalda de su casa solariega, en la cera que fabricaban, cuyo olor penetraba los sentidos, como algo mágico; en la miel de abejas como producto exportable y también en las petacas hechas de yaguas de palma donde se dejaba asentar la yuca guayada, para luego convertirla en almidón que tenia gran demanda, pues servía para planchar.
Era un tiempo en el cual los hombres tenían la costumbre de vestir pantalones de caqui o fuerte azul, que necesitaban del almidón para darles el filo exacto al frente de las piernas. Un verdadero orgullo andar “bien planchadito”, luego del uso de unas rústicas planchas de carbón, hoy desaparecidas, como también quedaron en el olvido los famosos “peines” de hierro que eran puestos a calentar para alisar el pelo de las damas. ¡Ay, Magino, cuánto han cambiado las cosas de hoy día, sobre todo para las mujeres que no tienen que someterse a semejante tortura para arreglarse los moños!
No puedo olvidar tampoco el olor de las piedras de la entonces miserable carretera desde Moca hasta Juan López y Villa Trina, donde jugábamos béisbol con pelotas fabricadas con sogas que envolvían una pelota de ping pong, la cual se embarraban con asfalto para darles consistencia. Un pelotazo de esos le rompía la crisma a cualquiera.
No puedo olvidar tampoco el olor de las piedras de la entonces miserable carretera desde Moca hasta Juan López y Villa Trina, donde jugábamos béisbol con pelotas fabricadas con sogas que envolvían una pelota de ping pong, la cual se embarraban con asfalto para darles consistencia. Un pelotazo de esos le rompía la crisma a cualquiera.
Los guantes y las “trochas” eran hechos de lona. Las piedras de la carretera, que a más de uno nos arrancó uñas de los pies, casi desbarataban las gomas de los escasos vehículos que hacían el trayecto entre esos puntos.
Eran piedras a menudo filosas, en cuyos intersticios se formaban pequeños charcos de agua que finalmente paraban en lodo, con el desprendimiento de un olor a asfalto cuando de vez en cuando eran bacheadas por órdenes del gobierno del Presidente Perpetuo de entonces. Uno se asombraba de ver el Galión, aquel rodillo así llamado por la marca, con sus emanaciones de gasoil, mientras se desplazaba lentamente para afirmar el asfaltado. Pero, al cabo de un tiempo y muchas lluvias, la carretera volvía a deteriorarse.
Las cosas no han cambiado mucho en los caminos vecinales, tronchados por la falta de atención.
En las mañanas, algo que obligaba a una aspiración profunda en Juan López, y que provocaba un ideal de ensueños, era el café recién colado, o la leche hervida, o el chocolate puro proveniente de mazorcas de cacao cuyas semillas, protegidas por una sutil envoltura gelatinosa, producían ese maravilloso alimento. Por cierto, muchos comíamos de esa olorosa y caso transparente envoltura, ante lo cual los más viejos nos recriminaban, porque según decían, “eso hincha”.
En las mañanas, algo que obligaba a una aspiración profunda en Juan López, y que provocaba un ideal de ensueños, era el café recién colado, o la leche hervida, o el chocolate puro proveniente de mazorcas de cacao cuyas semillas, protegidas por una sutil envoltura gelatinosa, producían ese maravilloso alimento. Por cierto, muchos comíamos de esa olorosa y caso transparente envoltura, ante lo cual los más viejos nos recriminaban, porque según decían, “eso hincha”.
Los olores de Juan López, al menos como los recuerdo, tenían también mucho que ver con las jaibas, que en tiempos de lluvia sacábamos por sacos, sin exageración alguna, para que luego los más entendidos las salcocharan en una gran lata de aceite, vacía por supuesto, sazonándolas con cilantro y sal. Ese olor, que envolvía el ambiente, era incomparablemente delicioso.
Los entendidos decían que no era conveniente comer jaibas o cangrejos durante los meses que tenían la letra R, vale decir enero, febrero, marzo, abril, septiembre, noviembre y diciembre.
Pero muchos no hacíamos caso a tales afirmaciones, y nos las comíamos en cualquier época del año, siempre que el arroyo Los Naranjos se desbordara, aunque sin causar daños de importancia en los cafetales a sus orillas.
En mi caso, constituye un grato recuerdo la alcantarilla que existía en el cruce de la carretera de El Salitre, justo donde está la entrada de Los Rincones, en cuya salida se arremolinaban los fines de semana decenas de mulos cargados de café, proveniente de aquellos cafetales inmensos de la loma, donde abundaban árboles centenarios que el fuego y el hacha se encargaron de eliminar.
En mi caso, constituye un grato recuerdo la alcantarilla que existía en el cruce de la carretera de El Salitre, justo donde está la entrada de Los Rincones, en cuya salida se arremolinaban los fines de semana decenas de mulos cargados de café, proveniente de aquellos cafetales inmensos de la loma, donde abundaban árboles centenarios que el fuego y el hacha se encargaron de eliminar.
El mal olor de las defecaciones de esos mulos, amarrados frente a la pulpería que tuvo Augusto Jiménez, quedaba opacado por los olores perfumados que provenían de la Cordillera Central, en cuyos árboles chillaban las ciguas, las calandrias y los pájaros carpinteros; reventaban las chicharras como petardos alegres, escuchándose también el ronroneo de tórtolas enamoradas, que entrecruzaban sus picos sin temor a algún cazador furtivo, con una actitud que evocaba pensamientos libidinosos, ay.
En la chorrera de la mencionada alcantarilla, nos bañábamos los recolectores de café y los miembros varones de la familia donde vivía. Sin importar la época del año, el agua del arroyo estaba siempre limpia y casi congelada, pero eso no importaba: el olor de los cafetales nos impregnaba los sentidos, y todos nos acostumbrábamos al frío.
¿Cómo puede uno olvidar el fragante olor de las bellísimas muchachas de Juan López, sobre todo cuando se ponían sus mejores ropas domingueras para ir a la Iglesia, perfumadas todas, para luego detenerse al regreso en la casa de alguna de sus amigas, donde se les brindaban jugos o café recién colado y comentaban entusiasmadas y con ingenuidad las últimas novedades del vecindario?
El canto de los pájaros en los bosques de Juan López y Villa Trina, sobre todo de los carpinteros que horadaban las palmas y los cocoteros con sus picos de acero, era un himno a la vida, al que se sumaban los olores de los cafetales mojados, de las aromáticas flores a orillas de los caminos, y el de los borricos cargados de frutas y vegetales que usaban las “marchantas” para llevarlos a Moca, donde también se percibían otros olores.
Entre ellos, el de la fábrica de chocolate en Juan Lopito, el del incienso en la Iglesia y el proveniente de la panadería Las Mercedes, cerca del Viaducto, donde fabricaban las famosas galletas mantecadas, que le dieron la vuelta al mundo y que todavía hoy día se fabrican, aunque a mi juicio no con la misma calidad.
Los olores de Juan López están y estarán siempre presentes en mis recuerdos, de tal manera que parece que fue ayer, como dice la canción.
aantiagoestrella2000@yahoo.com
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